En un
ambiente saturado de estímulos, la calma y el silencio se han convertido en una
experiencia extraordinaria. Hay quienes la buscan a través de disciplinas o
meditaciones para poder reenfocar su energía. Pero también hay quienes huyen
del silencio como de la oscuridad porque los remite hacia miedos arcaicos
(abandono, muerte, soledad) o abre una puerta hacia el inconsciente. Sin
embargo, si aprendemos a valorar el silencio, lejos de asustarnos puede
resultar muy liberador.
El
silencio es indispensable para el cuerpo, la mente y el espíritu - iStockphoto
En la
ciudad estamos muy poco acostumbrados al silencio. La barrera que construimos
con la música que sale de los audífonos nos permite abstraernos de un mundo que
a veces resulta difícil de aprehender. Esta especie de seguridad sonora es
provisional y nos brinda la sensación de que tenemos control sobre el ambiente.
En cambio, cuando llega el silencio sentimos que el tiempo se detiene o se
alarga –a veces es incómodamente– y pone nuestros sentidos en alerta: algo se
decompuso, algo falló, se cayó la transmisión, se fue la señal, cerraron la
circulación... Porque el silencio en la ciudad suele vivirse como un vacío
que despierta inquietud y suspicacia, como si anunciara algo malo.
Algunas
personas temen estar en un lugar en donde no hay televisión, radio o aparato
para reproducir música, tal vez porque crecieron con esos ruidos desde niños y
encuentran cierta seguridad en la presencia permanente de transmisiones o voces
familiares que tienden un ritmo, un fondo sonoro que los “protege” como en una
burbuja. La ausencia de sonidos, en cambio, los confronta con su interior,
con ese yo desconocido al que están tan poco acostumbrados a escuchar.
Construir
el silencio
El
silencio ha sido representado por el arte, la literatura y el cine de muchas
formas. A veces como una cueva, otras como un mundo abisal en el fondo del
océano, otras como el útero materno o como la muerte. Porque el silencio, o
mejor dicho, la ausencia de ruidos y distractores auditivos nos provocan una
suerte de oscuridad, un aislamiento que nos vuelca hacia el interior.
De
acuerdo con la ciencia, el punto cero de los decibeles (el silencio puro) no
existe más allá de las cámaras acústicas, ni siquiera cuando vamos al campo o
al desierto, en medio de la noche o en la cima de una montaña; no hay silencio
absoluto porque se pueden percibir los ruidos del viento, de la naturaleza e
incluso de nuestro propio cuerpo (el “rechinido” de las tripas, el susurro de
la respiración o los latidos del corazón en un momento de angustia o esfuerzo
físico). A veces el silencio del ambiente hace que las palabras del pensamiento
resuenen como un altavoz.
La
medicina dice que el silencio es indispensable para que el cuerpo humano
realice sus funciones regenerativas de manera adecuada. El nivel de ruido menor
a los 37 decibeles permite que el metabolismo se mantenga en forma; arriba de
los 60 decibeles, el estrés auditivo puede derivar en problemas de
hipertensión, gastritis, irritabilidad, problemas de memoria, etc. Si es
necesario, al menos por la noche, es recomendable aislar la habitación con
doble vidrio o utilizar tapones. Durante le día, la fatiga auditiva se
manifiesta por la sensación de tener tapados los oídos, o bien, por ese tono agudo
y constante mejor conocido como tinitus. En cualquier caso es recomendable
buscar que se relajen los oídos poniéndose tapones durante 30 mintuos, sobre
todo después de que el sonido sobrepase los 80 decibles (gritos, sonido de
maquinaria, tráfico, una noche en la discoteca, etc).
Aunque el
cuerpo es tan maravilloso que termina acostumbrándose al ruido, eso no quiere
decir que sea sano.
Tener una
relación equilibrada con el rudio y el silencio implica, en estos tiempos, un
entrenamiento progresivo. Dar un paseo en el jardín o en el bosque, encontrar
un sitio tranquilio y silencioso, bajar el volumen del mp3 y el teléfono,
evitar la televisión y el ruido de las calles o los centros comerciales es todo
un reto, pero vale la pena. Es básico tomar consciencia del paisaje sonoro
que nos rodea, tanto en casa como en los trayectos, los espacios de trabajo
y de diversión. Esta toma de conciencia nos hará identificar aquellos sonidos
que resultan agresivos y los que no lo son.
El
silencio no es un vacío de muerte sino que es el susurro de la vida. El canto
de un pájaro, el crujido de un mueble, las pisadas, el roce del pantalón, la
respiración... Desarrollar la agudeza auditiva y familiarizarnos con el
silencio ayuda a reducir la ansiedad y permite valorar y generar momentos de
tranquilidad que facilitan el encuentro con uno mismo. Estos espacios se
pueden construir también en compañía. En una conversación, por ejemplo, cuando
se comprende que el silencio no es una falla sino una pausa para observarse,
sentirse y escucharse, éste deja de ser incómodo y se convierte en un espacio
que propicia la comprensión y permite dar respuestas mejor articuladas.
Tenemos
párpados para los ojos pero no para los oídos; el silencio es algo que
construimos o que conquistamos. Al igual que la oscuridad, puede asustarnos al
principio pero si practicamos (con la ayuda de alguna meditación o de tai chi),
podemos perder el miedo y a transformar el silencio en aliado del descanso, la
creatividad, el entendimiento y la paz mental.
Finalmente
me gustaría compartirles un video que una amiga compartió en su muro de
facebook. Es un pequeño documental sobre una chica sordomuda cuya relación con
el lenguaje y el silencio la ha llevado a explorar una experiencia muy
particular del sonido. A través de ella puede expresar su sentir. Me gusta
mucho porque nos hace ver, entre otras cosas, que todo depende de qué lado de
la vida estás.
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