La contemplación, ese trato con Dios que enamora y sacia, no requiere largos razonamientos, ni grandes esfuerzos de la imaginación ni de las demás potencias, porque es Dios quien la concede: les darás a beber el torrente de tu gozo 16.. Y esa acogida en el alma no impide el trabajo. Al contrario: te dejarás absorber por la actividad sólo para divinizarla, porque con nuestro espíritu lo terreno se hace divino, lo temporal se hace eterno. Nosotros miramos al Cielo, aunque la tierra, salida de las manos de Dios, es bonita y la amamos. No somos mundanos pero hemos de amar el mundo, queremos estar en él. Ni separamos tampoco la contemplación de la acción: contemplo, porque trabajo; y trabajo, porque contemplo. Nuestra vida interior infunde así en nuestra tarea fuerzas nuevas: la hace más perfecta, más noble, más digna, más amable. No nos aleja de nuestras ocupaciones temporales, sino que nos lleva a vivirlas mejor 17.
Pero, al mismo tiempo que pasiva, porque es un don de Dios, la contemplación supone una tensión, un esfuerzo, como lo supone, en el plano natural, cualquier actividad del espíritu: una ocupación intelectual, la tensión de una espera. Además exige de nuestra parte una tarea incansable de purificación de los sentidos y de las potencias, para apartar de nosotros todo lo que no es de Dios. Hace falta que nos convirtamos continuamente a Dios, que demos muerte al hombre viejo, para poder recibir la luz y el amor del Señor. Es una tarea que dura toda la vida, que deberá progresar indefinidamente, porque las virtudes teologales, que nos unen a Dios, pueden crecer siempre más y más 18. Hace falta tiempo y lucha; y el Señor va llevando al alma por caminos de luz y de amor.
Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra (...). ¿No es esto -de alguna manera- un principio de contemplación, demostración evidente de confiado abandono? (...).
Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra... hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, corno prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto 19.
(16) Ps. XXXV, 9.
(17) De nuestro Padre, Tertulia, 2-XI-1964.(18) Cfr. Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 24, a. 7 c.
(19) Amigos de Dios, n. 296.
http://www.opuslibros.org/libros/Cuadernos_8/CONTEMPLATIVOS.htm
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